Gratiam non tollit naturam, sed perficit eam. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona. Es bastante conocida esta tesis de la Teología escolástica. Su autor, Santo Tomás de Aquino, se colocaba así en medio de los que creían, como Pelagio, que el hombre por sus propias fuerzas puede salvarse, y de los seguidores de Gotescalco de Orbais, antecesor de Lutero, que defendía la predestinación y la idea de que la salvación proviene exclusivamente de Dios, sin que las obras del hombre puedan inclinar la balanza en un sentido u otro.

Tal vez podríamos secularizar esta tesis de la doctrina católica y aplicarlo de este modo al mundo económico y político. Su formulación sería algo así: el Estado social no destruye la economía de mercado, sino que la perfecciona. La teoría socialdemócrata se situaría de esta manera en medio entre el laissez faire, laissez passer del liberalismo económico, que mantiene que el Estado no debe intervenir en la economía, y aquellos que anatematizan el mercado y pretenden que el Estado lo sustituya.

Desde hace más de treinta años el neoliberalismo económico ha venido imponiéndose, desplazando a la socialdemocracia y reduciendo el papel del Estado en la economía. La integración de los mercados y la globalización bloquean a los Estados nacionales haciéndoles impotentes, al menos en parte, para corregir los defectos del juego de la oferta y la demanda.

La libre circulación de capitales dificulta gravemente una política fiscal progresiva. El libre cambio en aras de la competitividad tiende a homogeneizar los mercados de trabajo al nivel que rige en los países cuyos salarios son menores y que cuentan con las peores condiciones laborales. Va imponiéndose la teoría de que el mercado es perfecto y no necesita la intervención del Estado.

Frente a la crisis de la teoría socialdemócrata, la izquierda, tal como Darwin predicaba de las especies, ha ido adaptándose a las nuevas circunstancias. Por una parte, traslada la mayoría de sus preocupaciones desde la cuestión social y de la diferencia de clases a otros temas tales como el feminismo, la ecología o la defensa de ciertas minorías como los homosexuales o los que quieren cambiarse de sexo, e incluso sobre el bienestar animal.

Por otra parte, cuando deciden ocuparse de la desigualdad social o de las necesidades de las clases más deprimidas, al verse, en cierta manera, impotentes o al menos con grandes obstáculos debido al nuevo orden económico, intentan entrar en el mercado como elefante en una cacharrería. No tienden a corregirlo, sino a destruirlo o a dañarlo gravemente, con lo que la situación, lejos de mejorar, empeora.

En España se ha confundido la socialdemocracia con el populismo. Las características de este último consisten en dar respuestas fáciles a problemas complejos. Parte de la izquierda prescinde de las nuevas condiciones y de los límites que imponen, de modo que los remedios propuestos y adoptados terminan siendo en el mejor de los casos inútiles o imposibles de plasmar en la práctica; en el peor, contraproducentes. Además, como no puede ser de otro modo, las medidas siempre son parciales, parches que entran en contradicción con el resto.

La solución más inmediata y más simple que suele plantearse es la fijación de los precios de forma directa y por decreto, pero suele ser también la más fallida y a menudo perjudicial. El precio iguala la demanda y la oferta, y limitarlos arbitrariamente y por la fuerza conduce en una economía de mercado a desajustes y a veces al racionamiento. Por otra parte, amén de los efectos adversos que se puedan seguir, es una medida difícil de implementar en las actuales circunstancias, con lo que la mayoría de las ocasiones acaba siendo una chapuza. La dificultad será mayor cuanto mayor sea el número de agentes que intervienen en el mercado y mayor la variabilidad y diversidad del artículo o artículos a limitar el precio, y mayor sea la cantidad de bienes sustitutivos que existan. La instrumentación será más fácil en presencia de un monopolio y de uno o dos artículos muy homogéneos.

Sería interesante recorrer los distintos mercados de bienes y servicios en los que en estos momentos se tiene la tentación de intervenir de forma equivocada y distorsionante. En esa lista aparece en primer lugar y en puesto de honor, el de la vivienda. En España la crisis de 2008 desquició este sector económico, aunque sería más indicado afirmar que la perturbación se produjo en los ocho años anteriores con la burbuja inmobiliaria, con las hipotecas subprime o con instrumentos parecidos, y que en  2008 simplemente estallaron los desequilibrios creados con anterioridad.

Lo cierto es que las dificultades sociales originadas fueron muy graves y la tentación de intervenir en el mercado para garantizar el derecho a la vivienda estipulado en la Constitución, grande y lógica. Solo que se tiende a hacer de la peor forma posible, prohibiendo los desahucios y controlando el precio del alquiler. Creo que la manera mejor de rebatir un argumento es conducirlo al absurdo. Así que siguiendo esta tesis habrá que preguntarse por qué se propone limitar el precio del alquiler y no el de compra. La razón no es difícil de encontrar, todo el mundo, hasta los más intervencionistas, comprenden los enormes problemas y efectos negativos que se producirían al aplicarlo a la compra venta. Pero es que a otro nivel las distorsiones serán idénticas con los alquileres.

La excesiva regulación en contra de los arrendadores, especialmente dificultando los desalojos en caso de impago, puede tener un efecto contraproducente porque reducirá la oferta, con lo que se producirá escasez y se elevará el precio. Además, los propietarios serán mucho más selectivos a la hora de alquilar desechando a todos aquellos que piensen que si fuesen morosos sería muy difícil desahuciarlos; serán precisamente las clases más necesitadas las que tendrán una enorme dificultad para encontrar vivienda (ver mis artículos en este digital de los días 26-1-2023 y 20-9-2018).

El mercado de la vivienda es, sin duda, uno de los que más necesitan la intervención pública -pero para depurarlo, no para trastocarlo-, intervención que debería orientarse no tanto a facilitar la compra venta como el alquiler. Tendría que ser en él donde se centrara la mayor parte de las ayudas públicas. Dado el nivel salarial en nuestro país, es una evidencia que la compra de una vivienda está muy lejos de estar al alcance para una gran mayoría de los ciudadanos, precisamente los pertenecientes a las clases de renta más bajas, a los jóvenes, etcétera.

Durante mucho tiempo se ha cometido el error de que la construcción de vivienda oficial que ha llevado a cabo el sector público se haya dirigido a la compra y no al alquiler, dándose la paradoja de que bastantes agraciados hayan tenido que renunciar por no tener medios económicos con los que acceder a la adquisición. Por otro lado, las necesidades de las personas no son iguales a lo largo de toda la vida, luego es lógico que la ayuda pública no sea permanente, ni que se tenga la posibilidad de vender la casa con altos beneficios cuando ya no se necesita. Por la misma razón, los incentivos, también los fiscales, deberían dirigirse al alquiler y no a la compra.

El empeño de los gobiernos y de los bancos por potenciar la propiedad ha conducido en muchos casos a la concesión de créditos a quienes después no podían pagarlos. Fue una de las principales causas de la crisis del 2008. Incluso hay que preguntarse si, aunque en un grado quizás menor, recientemente no se está repitiendo los errores de entonces y si de nuevo los estudios de solvencia no se han hecho con tipos de interés que probablemente no podrán tener continuidad en el tiempo.

La vivienda, al ser una necesidad social y un derecho constitucional, exige la intervención del Estado en el mercado del alquiler, pero hay que saber muy bien de qué manera hacerlo para mejorarlo y no poner palos en las ruedas de su funcionamiento, que empeoren la situación. Dado que la demanda viene dada por las necesidades sociales, la actuación de los poderes públicos se debe orientar a potenciar la oferta y nunca a tomar medidas que puedan restringirla.

La forma más inmediata de actuación sin duda es la inversión pública en vivienda social destinada al alquiler, dotando los fondos necesarios, cuyo coste debe soportarse de forma equitativa por todos los ciudadanos según su capacidad y mediante un sistema fiscal progresivo, y no de forma aleatoria y arbitraria como una lotería negativa sobre los arrendadores que, además de injusto, es contraproducente porque restringiría la oferta y la haría muy selectiva, exigiendo tales condiciones que haría imposible el arrendamiento de los que se pudieran considerar vulnerables.

Es más, la actuación del Estado debería encaminarse también a incentivar la iniciativa privada, y tal vez la mejor forma de hacerlo sería dotar de seguridad jurídica a los pequeños propietarios (casi la totalidad de la oferta) para motivarles a arrendar, librándoles de del miedo a no percibir el alquiler y a la imposibilidad, o al menos a las graves dificultades, para el desahucio. Cuando se trata de personas a las que se considera vulnerables y por lo tanto no se crea conveniente el desalojo, son los poderes públicos los que habrían de dar una solución habitacional de inmediato y si no pueden, tendrían que hacerse, mientras tanto, cargo del alquiler, puesto que es el Estado el que impone el no desahucio. Sin embargo, las medidas tomadas hasta ahora o que se proponen van en dirección contraria.

Por otra parte, no se puede ignorar que este mercado está muy fraccionado y que existe una gran heterogeneidad en los pisos que se alquilan, aun cuando se encuentren en la misma zona o barrio. Con ascensor o sin ascensor, reformado o sin reformar, calefacción central o individual, con portería física o sin ella, si pertenece o no a una urbanización o tiene recinto cerrado y con qué servicios, calidad y año de construcción, etc. Resulta una gran simplicidad limitarse al precio por metro cuadrado. Además ¿qué se entiende por zona tensionada? Todo ello se presta a una gran arbitrariedad y a que se generen múltiples desequilibrios y perturbaciones. Si se pretende una cierta equidad, la gestión se hace complicadísima, casi inviable.

Ciertamente, el mercado del alquiler no es el único en el que se  está pretendiendo que el sector público intervenga de forma muy poco acertada. Se da también en algunos otros cuyas propuestas sería muy conveniente analizar, pero tendrá que ser en un próximo artículo.

republica  30-3-2023