En mi artículo de la semana pasada, me refería a cómo el Estado social debe intervenir en el mercado, pero no para destruirlo, sino para perfeccionarlo, y ponía el ejemplo de las medidas contraproducentes que se proponen para el mercado del alquiler. Terminaba, no obstante, afirmando que el mismo error se intentaba aplicar a algún otro mercado, y prometía tratarlo en una próxima ocasión. Pues bien, esta semana podríamos fijarnos en el sector alimentario.

Antes que nada, conviene aclarar una idea muy difundida, pero que no está clara en absoluto. Como ejemplo de éxito, se cita la intervención en el mercado del gas para limitar el precio. En realidad, esto no es así. La excepción ibérica afecta únicamente al mercado de la electricidad y solo al regulado, no al libre. El precio real del gas no se toca. Lo que se limita es el valor que se emplea para el gas, pero solo a efectos de calcular el precio de la electricidad. Es en este último mercado en el que se va a producir la diferencia entre el precio de venta y el de coste. Diferencia que ya se está repercutiendo sobre el consumidor, tanto en el mercado regulado como en el libre. Bien es verdad que la aplicación a la factura se hará poco a poco, con lo que en el presente aparece un supuesto beneficio (que es el efecto que se pretende), pero será en el futuro cuando se termine pagando principalmente.

Conviene tener presente, por tanto, que la intervención se realiza en el mercado de la electricidad, que en parte está ya regulado, constituye un oligopolio de oferta y recae sobre un producto totalmente homogéneo para el consumidor, con independencia de cuál haya sido su origen y de la fuente empleada para producirlo.

Nada que ver con la limitación que se intenta imponer en la cesta de la compra en la que la oferta está muy fraccionada, puesto que no se puede considerar únicamente a las cadenas de supermercados, sino que hay que incluir al pequeño comercio. Y, además, también existe una gran diversidad en los productos, ya que, aun cuando quede reducido su número a los que se incluirán en el lote que se controle, existirá una infinidad de variedades en cado uno de ellos. Por ejemplo, qué tipo de pan, de leche, de pasta, de aceite, etcétera, escogemos.

Vivimos en una sociedad de consumo en la que la pluralidad de los productos y sus diferencias son grandes. Escoger los de un tipo y no los de otro, distorsionará sin duda el mercado y podría perjudicar a los no seleccionados. Incluso sería posible que ocasionara el desabastecimiento de los elegidos, puesto que los distintos agentes de la cadena de producción podrían encauzarse hacia los bienes no incluidos en la cesta.

A su vez, la enorme pluralidad y variedad de los agentes que participan en la oferta originaría una gran complejidad en la implantación de la medida. En la propuesta se piensa únicamente en los supermercados, pero considerar solo a estos y postergar a la gran multitud de pequeños comercios, significaría dañarlos desplazando la demanda hacia las grandes cadenas.

La gran dificultad en la gestión permanecería aun si la medida que se llegue a tomar fuese similar a la adoptada con los carburantes. Ya en esta ocasión las complicaciones en la ejecución fueron muy considerables. Que se lo digan a las gasolineras. Pero los problemas se elevarían a la enésima potencia si lo aplicásemos a la cesta de la compra en la que la oferta está mucho más fraccionada, tanto en agentes como en bienes.

Es bastante frecuente que este Gobierno tome medidas -más bien ocurrencias-, sin preguntarse acerca de cuáles van a ser los obstáculos y las dificultades en su gestión y sin que se planifique cómo se van a solucionar los problemas o si, por el contrario, la medida debe modificarse antes de aprobarla, o incluso cambiarse por otra.

Conviene no confundir este control de precios con determinadas prácticas como la adoptada en Francia (y otras similares) por la que las grandes cadenas acuerdan constituir cada una de ellas una cesta de la compra con precios limitados, que pueden ser distintas en cada caso. En realidad, se trata simplemente de un mecanismo de publicidad y propaganda a través del cual los grandes supermercados realizan sus ofertas para atraerse clientes. De lo contrario, se podría afirmar que las rebajas que periódicamente efectúan los comercios constituyen un control de precios.

La actuación pública sobre el mercado de bienes de primera necesidad debe orientarse por otros derroteros. En primer lugar, potenciando la competencia y reprimiendo cualquier atisbo de manipulación del mercado. Si la concurrencia funcionara adecuadamente, sería prácticamente imposible que los precios no se adecuasen a los costes.

Por otra parte, no se debe desechar la idea de que en caso de una inflación grave como la actual, el Estado deba tomar la decisión de bajar los impuestos indirectos, particularmente el IVA, y por supuesto no crear otros nuevos por muy ecológicos que sean. Los detractores de esta medida arguyen que la rebaja no se traslada a los consumidores. Pero esa transmisión se realizará en tanta mayor medida cuanto mayor sea la competencia, y hay que pensar que, en este mercado, por el gran número de agentes que intervienen, el grado de concurrencia debe ser alto, sobre todo si el Estado articula los medios necesarios. Otra cosa es que quizás no se note la minoración de la inflación, debido a que al mismo tiempo existen otras variables que hacen que los precios se incrementen. El saldo puede ser cero o negativo, aunque hay que considerar que la subida sería mucho mayor si no se hubiese efectuado la reducción impositiva.

Hay que decir, además, que la actuación del Estado no termina ahí. Debe compensar la bajada de los impuestos indirectos con una subida de los directos. De lo contrario, la política fiscal irá en dirección contraria a la política monetaria. El BCE eleva los tipos de interés con la finalidad de reducir la demanda y de este modo controlar la inflación. Una política expansiva, bien sea por la bajada de impuestos o por un incremento del gasto público sin compensación, incrementará la demanda contrarrestando así las medidas de políticas monetarias y retrasando sustancialmente el éxito en el control de la inflación.

Hay algo que nos resistimos a aceptar, que la inflación representa un empobrecimiento, al menos parcial, sobre todo porque la subida de los precios en gran medida ha tenido su origen fuera de nuestro territorio, es decir, a través de bienes de importación. Alguien tiene que hacerse cargo de este menoscabo en los ingresos. Los gobiernos, desde luego, no quieren reconocer esta realidad, y mucho menos hacerla pública. Prefieren presentar una visión optimista, mostrarse magnánimos, pródigos, capaces de evitar que se produzca coste alguno, y sin tener que tomar ninguna medida dolorosa. Las dejan todas para el BCE. Es más, esta entidad se verá obligada a adoptar medidas más duras y más prolongadas precisamente para compensar la laxitud fiscal de los gobiernos.

Que nadie se equivoque. Los efectos de la política monetaria pueden ser tanto o más cruentos que los de la política fiscal, no solo por el encarecimiento de las hipotecas, sino de todo el crédito, lo que terminará afectando a la actividad y al empleo. Las medidas de política monetaria presentan, por añadidura, la desventaja de que no se puede discriminar sobre quiénes o qué grupo se hace recaer el coste. La política fiscal, por el contrario, admite más flexibilidad y a través de ella es posible establecer qué colectivo debe soportar el empobrecimiento. Se da así la paradoja de que los gobiernos adoptan determinadas medidas fiscales, bien de bajada de impuestos o de incremento del gasto, pensando que benefician a la población, cuando en realidad la están perjudicando al prolongar la escalada en la elevación de los precios y al obligar al BCE a continuar con la subida de los tipos de interés.

republica.com 6-4-2023